Recuerdos de La Tunda

Por Jesús Agualimpia – Director de Pacífico Siglo XXI

Era una noche de viernes, de luna llena. Los muchachos de la cuadra se divertían con la libertad, la lleva y el escondite, juegos tradicionales de la época, a falta de televisión, que, entre otras cosas, tampoco hacia falta, porque no había energía eléctrica.

Las casas eran alumbradas con velas, lámparas de petróleo y pistolofones. La luna y las linternas que usaban los transeúntes iluminaban las calles. De pronto se escuchó un grito en el barrio La Carretera, en la entrada al cementerio.

— ¡Se la llevaron! ¡Se la llevaron! — gritaba alguien con una angustiosa voz. Los juegos se detuvieron, para tratar de identificar la voz que gritaba desesperada. Era Mamoa, la hermana de Chalino, quien aseguraba que a su hija se la había llevado La Tunda. Rápidamente se corrió la voz en todo el barrio.

De inmediato empezó la aglomeración de gente en torno a Mamoa, lamentando su dolor y luego.

— ¡Hay que llamar a los padrinos de la niña!— Exclamó con autoridad Fidelino, un viejo patriarca que se ganaba la vida rajando leña. Al momento aparecieron los padrinos y los músicos del barrio para tocar la tambora y los platillos, en compañía de las cantaoras, los pregoneros. Otros, en tanto, sacaron velas encendidas, pistolofones, agua bendita y machetes para rozar monte adentro.

Junto a los padres de la niña se inició la apresurada búsqueda, con el temor de que la luna se escondiera y con ella la luz que iluminaba el camino. Mientras tanto, los pequeños como yo, que teníamos entre 8 y 10 años, no sabíamos qué hacer, nerviosos y asustados por no comprender lo que ocurría. No queríamos quedarnos en casa, porque todos los mayores se iban en la legión de búsqueda.

Me uní a la caminata con otros pequeños. Los nervios se me quitaron cuando empezaron los primeros golpes de la tambora y el canto de los pregoneros. Caminamos monte adentro. Al momento no entendí los cantos y pregones, más tarde mi madre me explicaría que eran del legado africano, para ahuyentar a La Tunda.

Habíamos caminado por cerca de cuatro horas y los platillos y tamboras no dejaban de sonar. De repente la música se detuvo. Habían encontrado a la niña. Al pie de un árbol, Raquel, como se llamaba la chica, estaba amarrada con bejucos al pie de un árbol, con la mirada perdida por el susto y su piel lacerada por arañazos.  Raquel nunca quiso hablar del tema. Lo que si recuerdan los vecinos es que nunca más volvió a ser grosera con sus padres.

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