Entre cucas, panochas y bizcochos

Por Jesús Agualimpia 

En los tiempos en que yo nací mi pueblo era un lugar tranquilo. Uno solo esperaba los viernes para ir a la plaza de mercado a comer cucas,  panochas y bizcochos.  Era un pueblo  sano y aunque las reglas del hogar eran estrictas, los mayores le enseñaban a uno el respeto por sus superiores.

Istmina, Chocó,  era tan sano que no había paras, ni guerrilla, ni Bacrim, ni siquiera delincuencia común.  Uno se enamoraba en el atrio de la iglesia una vez terminaba la misa de los sábados en la tarde. Las muchachas casi nunca le daban el sí a uno el mismo día. Se tomaban su tiempo y cuando lo aceptaban,  el primer beso era con las manos por detrás, sobre la espalda, para evitar que uno tocara más de la cuenta.

Mi padre, Angelino Agualimpia, se levantaba a las 4:30 de la mañana,  prendía un radio de marca Philips para escuchar las noticias, y casi siempre sintonizaba las mismas emisoras: radio Santafé de Bogotá, radio Sutatenza,  radio El Sol de Cali y radio Habana Cuba.

Después pasaba al cuarto de los hombres y con voz firme decía: “Hay que levantarse para ir a la finca a cortar plátano, bananos y coger chontaduro. Recuerden que deben estar listos a  las 7:00 a.m. para  ir al colegio”.

Sus órdenes generalmente no las incumplía nadie y el que por algún motivo lo hacía, irremediablemente se encontraba con el ‘Santo juez’, nombre con el que llamaban al látigo de cuero de 2 patas que permanecía colgado en la pared de la sala, un  personaje siniestro de ingrata recordación para mis nalgas y mis piernas.

Sin embargo, y a pesar de la disciplina militar de mi padre que me sirvió mucho, yo para evitar los encuentros con el látigo me volví un apasionado de la lectura.  Empezando por el catecismo del padre Astete, siguiendo con las historias sagradas de la Iglesia  hasta la Biblia del protestantismo. Llegué  a leer a Martin Lutero, a San Agustín, a San Buenaventura y otros pensadores de la Iglesia.  Hasta llegué  a pensar que yo podría ser sacerdote o pastor,  pero un día descubrí que me gustaban más las limosnas de la iglesia que el sacerdocio.

No obstante seguí leyendo. Me dediqué a la lectura de novelas de aventura como las de Marcial de Lafuente Estefanía,  los tomos de ‘El enmascarado de plata’, las hazañas del oeste y todo ese repertorio mexicano y americano que nos llegaba.

En ese entonces descubrí que leer me daba monedas para los recreos del colegio. Por la falta de luz eléctrica  no había televisión  y  yo, como me dedicaba a leer libros de aventuras,  luego reunía a los amigos, sobre todo a los riquitos, y les contaba esas películas escritas en forma dramatizada.

Todos me pagaban entre 10 y 40 centavos por cada episodio y me volví tan bueno en eso que los muchachos me buscaban todas las tardes para que les contara historias. Con esa plata compraba cucas, panochas y bizcochos en los recreos de la escuela.

About The Author

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *